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sábado, 19 de mayo de 2012

Grandes torpes de la historia (IV)

Los espías más torpes

No hay nada como creerse muy listo para que las meteduras de pata resulten aún más clamorosas. Un ejemplo es la llamada Operación Cicerón, considerada uno de los episodios más ridículos de la historia del espionaje mundial, y en el que todos los personajes involucrados parecieron esforzarse por demostrar que eran más inútiles que el resto.

El protagonista principal de este vodevil de intriga fue Elyeza Bazna, un albanés que trabajaba como ayudante de cámara de sir Hugh Knatchbull, embajador británico en Ankara (Turquía) durante la II Guerra Mundial. Ambicioso y con pocos escrúpulos, comenzó a trabajar como espía para la embajada alemana.

Usando el apodo de Cicerón, Bazna les vendía planos de ingenios electrónicos que su jefe guardaba en su caja fuerte. Los alemanes le pagaron muy bien por aquellos planos, pero su contenido les desconcertaba. Lógico. El embajador británico era una especie de inventor chiflado que en su tiempo libre diseñaba circuitos y disparatados modelos de electrodomésticos que nunca funcionaban. Y lo que Bazna les estaba vendiendo a los nazis (sin saberlo) eran justo aquellos planos (años después, Graham Greene se inspiró en este personaje para escribir su novela Nuestro hombre en La Habana).

Como era de esperar, los nazis empezaron a desconfiar del albanés. Y la consecuencia fue que, cuando el traidor les facilitó otros documentos auténticos y muy valiosos –entre ellos, los informes sobre las cumbres de los líderes aliados en Casablanca y Teherán–, los alemanes dudaron de su autenticidad.

Finalmente, los británicos acabaron descubriendo los manejos de Bazna y montaron un operativo para atraparle. Pero la suerte sonrió una vez más al espía, quien les dio esquinazo y escapó a Brasil llevándose el dinero que le habían pagado previamente los nazis.

En el país sudamericano, el albanés se dedicó a vivir como un rey, pero la historia tampoco tuvo final feliz para él. Al cabo de un mes, la Policía se presentó en su domicilio con una orden de arresto por fraude. Y es que, haciendo bueno el célebre dicho “Roma no paga traidores”, los alemanes habían remunerado los servicios del espía con dinero falso.

Otro personaje que también se creía muy listo pero que, como Bazna, acabó siendo víctima de un caso de “justicia poética”, fue John Coffee, un constructor irlandés al que, en 1873, las autoridades contrataron para edificar una prisión en la localidad de Dundalk.

Coffee finalizó las obras en el plazo acordado, pero al revisar las cuentas, los funcionarios gubernamentales descubrieron que el empresario había falsificado todas las partidas para cobrarles mucho más dinero. El truhán fue condenado por estafa y, cosas de la vida, cumplió su condena en el mismo penal que él mismo habia construido.

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