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sábado, 26 de mayo de 2012

Grandes torpes de la historia (V)

El rey que creía que el café era mortal

Ni siquiera algunos reyes, portadores de la dignidad más majestuosa, se libran de inscribir su nombre en los anales de la historia de la estupidez humana. Es el caso de Gustavo III de Suecia, un monarca que detestaba el café hasta el punto de creer que se trataba de una bebida letal y que su consumo prolongado podía causar la muerte.

Para demostrarlo, se le ocurrió una absurda idea. Condenó a un reo de asesinato a ser ejecutado lentamente, bebiendo doce tazas de café diarias, mientras un grupo de médicos iba comprobando su progresivo deterioro físico. Pero el soberano nunca vio el desenlace del experimento, ya que murió casi diez años después, en 1792, asesinado por un disidente que se llamabaAnckarström. Y en los años sucesivos fueron muriendo uno a uno los médicos que el rey había designado.

De hecho, al final el único que quedó vivo fue el reo, quien acabó siendo indultado y murió mucho tiempo después, por causas perfectamente naturales. Aunque eso sí, nunca dejó de tomarse sus tacitas diarias de café.

Tampoco tiene desperdicio el caso de Menelik II, emperador de Abisinia. En 1887, un empleado de Thomas Alba Edison llamado Harold P. Brown inventó la silla eléctrica, y en 1890 se ejecutó con ella al primer reo: William Kleiner.

La noticia dio la vuelta al mundo, y al enterarse, el emperador abisinio hizo las gestiones para comprar una que, creía, sería un símbolo de su gran poder. Pero Menelik no tuvo en cuenta un detalle esencial. La silla letal solo funcionaba con electricidad, un adelanto que por aquel entonces todavía no había llegado al país africano. Evidentemente, el rey no pudo achicharrar a ningún reo con aquella silla, pero, tratando de buscarle alguna utilidad, no se le ocurrió mejor idea que utilizarla como trono durante algún tiempo.

Menos estúpido que sus colegas anteriores fue Muhamad Alí; no el boxeador, sino un shah de Persia que en 1899 viajó a Inglaterra en visita oficial. Allí, el soberano persa demostró que la delicadeza no era precisamente una de sus virtudes, porque durante una recepción celebrada en el palacio de Saint James, al ver a las damas invitadas, tuvo la lamentable ocurrencia de comentarle al príncipe de Gales que si aquellas eran sus esposas, lo mejor que podía hacer era decapitarlas a todas, dada su fealdad. Como era de esperar, no volvieron a invitarle nunca más.

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